Uno despliega sus velas de acuerdo al viento, modera las tensiones de las sogas y confía en los espejismos. Mar adentro, con la línea del horizonte circundante dividiendo dos planos, los sentidos llegan a aletargarse. Nada nuevo cabe esperar de la anodina vastedad. Da lo mismo hacia dónde se gira el timón: el paisaje es el mismo. Peor es aún si uno se aburre y decide soltarlo o bajar las velas: se debe continuar hasta que algo ocurra bajo la forma de un recuerdo, un estímulo imprevisto o un truco de la mente.

Cuando eso sucede deambulo por la nave, voy del camarote a la cubierta, recorro los espacios y dejo listos los instrumentos a la espera de que la inspiración llegue.

Hay que estar alerta aún en las circunstancias más inesperadas o absurdas. La creación es sólo un instante. Lo que viene después es la manera en la que dicha creación se manifiesta.

En un mar pequeño, del tamaño de una tina, alguien gritó “Eureka”. Así es como se navega cuando un estado exaltado de lucidez se despierta, dándole sentido a todo.